La muestra "La cuadrilla", de Daniel Fitte, oficia para la bienvenida a una exposición de Jorge Melo, su maestro recientemente fallecido, en el Centro Municipal de Arte de Avellaneda. Una entrevista profunda con el sierrabayense desentraña su diálogo íntimo con los olores y el color gris de esa localidad de historia obrera. Su infancia, los cerros que iban desapareciendo, el aprendizaje de oficios en una Argentina que ya no es.
Claudia Rafael / [email protected]
En el corazón de Avellaneda, ciudad del conurbano profundo atravesada por las cuchilladas más feroces del neoliberalismo y la desocupación durante la historia argentina, la obra de Daniel Fitte se alza como un símbolo. En la fachada del Centro Municipal de Arte asoma el nombre del artista sierrabayense junto a una foto de su obra "Guantes usados por obreros de una fábrica productora de cal" (adquirida por la Municipalidad de Olavarría en 2012). Y ya en el interior, acompaña desde la Sala Naranja de la planta baja la exposición que se despliega por las salas Azul y Violeta del primer piso del edificio con la multifacética obra del artista Jorge Melo, que fue su maestro y que Guillermo del Zotto define en un texto expuesto bajo el título de "La cuadrilla" como quien le brindó a Fitte "su mirada para que él abra su propia mirada". Porque -agrega- "el encuentro con Jorge Melo le mostró la urgencia de hablar con su obra".
No es casual la participación del sierrabayense en la exposición de la obra de Jorge Melo, quien falleció en enero de este año a los 102 años. Daniel Fitte fue su discípulo. Y en la instalación que da la bienvenida a toda la muestra participó junto al artista local una cuadrilla de albañilas de Avellaneda y un albañil que es parte de las tareas municipales de mantenimiento.
La instalación -explica Fitte- "tiene tres ejes formales relacionados con el mundo del trabajo: el orden en que las y los trabajadores ordenan sus herramientas; las acumulaciones, que son los amontonamientos de bolsas y piedras y, finalmente, los altares. Que tienen que ver con este acto de fe de los trabajadores cuando aman el oficio y sus herramientas y acomodan todos esos objetos como si fueran verdaderos altares".
No es casual ese eterno vínculo entre el arte y el trabajo que la obra de Daniel Fitte expone desde siempre. "Los artistas construimos refugios simbólicos, donde materializar nuestro modo de percibir y pensar el mundo y las y los trabajadores construyen casas, refugios donde pasa nuestra vida", cuenta.
Esa interrelación íntima conduce a través de los túneles del tiempo a la infancia misma de Fitte en las décadas del 60 y del 70. "En mi obra no busco un porqué ni puedo afirmar el porqué de los conceptos que abordo. Pero tengo bastante certeza de que mi relación con el trabajo empieza de muy chiquito a través de mi papá, junto a mi hermano, en esta familia obrera. Papá fue albañil. El se hizo su casa, fue un obrero de la fábrica cementera y ya después de jubilado manejó un camión entre canteras y caleras. Yo siempre desde muy chiquito estaba detrás de él mientras construía su casa. Entre piolines que tiraban en el piso para poner los mosaicos, entre el olor a la mezcla.
Siempre sentí una atracción muy grande por el modo en que él tenía de poner y manejar las herramientas y cómo todo eso que él hacía, iba tomando forma hasta resultar en nuestro propio hogar y mudarnos de la casa de mis tíos y mi abuela a esta casa que es la que él construyó con sus manos".
A escasos 500 metros de la instalación de Daniel Fitte con eje indisoluble con el mundo del trabajo se alza el Coloso de Avellaneda o "descamisado", una obra del pintor Daniel Santoro y el escultor Alejandro Marmo, que se eleva por 15 metros en homenaje a los trabajadores peronistas que sintetizaron resistencias. Avellaneda es esa cruza extraña entre revoluciones obreras y contrarrevoluciones fascistas.
Y la amorosidad de la obra de Daniel Fitte que desnuda en sus instalaciones las herramientas vitales del mundo de la construcción encaja a la perfección en una Avellaneda que transita entre los deseos y las realidades. Allí se huele ese aroma al sudor del trabajo que Fitte tiene grabado en sus sentidos desde su niñez en una Sierras Bayas que movía sus tiempos vitales entre los sonidos de ingreso y de salida de la fábrica cementera. "A mí me encantaba estar pegado al cuerpo de mi papá porque después de trabajar, él tenía ese olor que no es el mismo de la transpiración social. El olor al sudor del trabajo es distinto. Es un perfume que hasta el día de hoy lo llevo muy presente. Está en mí todo el tiempo. Y eso es parte de mi obra. Porque creo que somos esa historia que tuvimos. Somos el paisaje que habitamos. Y si existe algún porqué en mi obra es ése que nos va dando forma y nos va abriendo el pensamiento, la percepción y nuestro modo de mirar el mundo sin darnos cuenta".
Olores y comunidad
La historia vital de Daniel Fitte está cincelada por la historia comunitaria en la que creció. En su memoria siguen indelebles los sonidos, los colores, los olores y los ritmos de un pueblo que tenía vínculos propios de la época. "Recuerdo cuando yo era chiquito cómo mi papá interactuaba cuando hacía su casa. Venían amigos de él que tenían conocimientos de otros oficios y todos se ayudaban entre sí. A su vez, mi papá era muy bueno en el trabajo fino, colocando azulejos, haciendo revoques, poniendo pisos y todo lo que es el detalle. Y él además sabía bastante de mecánica entonces le daba una mano a sus amigos cuando tenían inconvenientes con sus autos. Era hermoso como compartían saberes y herramientas. Pero también está la otra cara y cómo el cierre y el vaciamiento de la fábrica cementera de Sierras Bayas afectó a toda la comunidad".
Ese mundo que ya no es, modeló y marcó a Daniel Fitte para su mirada artística. Habla entonces de aquella fábrica no sólo como dadora de trabajo sino además como escuela de oficios que daba un sentido profundo a la comunidad. "Todo lo que sucedía en la fábrica influía en la vida en la comunidad y todo lo social que se generaba en la comunidad tenía que ver con lo que sucedía en la fábrica. Como el club San Martín, los partidos de fútbol, el color de la camiseta que tenía que ver con la primera insignia de la primera bolsa de cemento fue una época maravillosa que le dio un empuje enorme a Sierras Bayas y todo eso sí que cambió".
Revisar la propia historia propone un viaje hacia poco más allá de mediados de la década del 60 y un Daniel Fitte muy pequeño subido al techo y dibujando en papel canson y lápiz negro "el cerro redondo". Era un cerro que hoy sólo aparece en la memoria popular. Estaba a unos cinco kilómetros de la casa y un viejo abuelo del barrio llevaba a los niños a recorrerlo. El choque abrupto con la historia irrumpe desde el universo de la minería y "vi cómo fue literalmente desapareciendo mientras jugaba en el patio de la casa de mis padres. Recuerdo que el último pedacito que se veía tardó un tiempo en desaparecer y un día me levanté y ya no estaba. Fue como cuando vemos el atardecer y parece que el último tramo de sol se cae de golpe".
De allí quizás le devino la noción de la implicancia del ambiente en su propia vida. "Ya hace muchos años venimos trabajando con vecinos para tratar de recuperar los pocos cerros que nos quedan, como el Cerro Largo, entre otros".
Ciudad cementada
Ese juego de artista-constructor o constructor-artista es permanente. "Me interesa mucho el lugar del artista relacionado con los oficios. La construcción de refugios, estructuras, andamiajes. El artista construye un andamiaje para construir sentido. Y está relacionado con el mundo de los oficios. Así que creo que estoy haciendo lo mismo que hacía mi papá".
La muestra de Avellaneda como también la exposición que inauguró en el Museo Mar, de Mar del Plata- se zambulle en los paisajes urbanos y rurales con la fuerza de un obrero del arte. No es casual que la de la ciudad balnearia se llame "Ser paisaje". Pero ambas van la esencia de estos pueblos. "En esta zona, en Sierras Bayas, en Olavarría, el paisaje muta todo el tiempo por la actividad minera y yo soy todo ese paisaje. El que muta, el que ya no está, el cerro que desapareció, el paisaje que deseo, el que se modifica todo el tiempo, ese horizonte que se mueve. Y no todo el tiempo ese paisaje es para contemplar y es cómodo. A veces también duele. Dentro de esos paisajes está también la gente".
La síntesis de esos paisajes toma la forma de esas instalaciones. La de Mar del Plata y la de Avellaneda. Diferentes una de la otra. Como una película feroz que pincela los tiempos del país, hay en el Museo Mar una obra de objetos cementados. "Remite a cómo el pueblo fue cambiando su fisonomía en su color y en sus formas debido a todas las cenizas que durante 60 ó 70 años despidió sin filtros la fábrica cementera. Desde muy chico yo lo viví y el pueblo se tornó gris y con capas de cemento. Pero en algún punto la obra es una reacción frente a los rótulos. Porque si bien la fábrica cementera fue en un momento muy importante y aportó muchísimo a Sierras Bayas, esos rótulos como el de ?ciudad del cemento?, generaron, en alguna medida, una comunidad cementada aunque detrás de esa comunidad hubiera también deseos de otras cosas. Hay algunas hendijitas en esos objetos cementados por las que nos podemos asomar y descubrir identidades. Cada persona, en esa comunidad, también tenía deseos. Se generaba una dicotomía. Una fábrica que nos dio trabajo pero también un rótulo histórico que a veces podía hacernos pensar que éramos cemento".