Anunció la declinación de su postulación para jefe de gobierno porteño por Republicanos Unidos, argumentando que apoyará a Jorge Macri.
La contradicción fue demasiado burda. Se presentó en un estudio de televisión sobreactuando una posición de halcón, buscando disputar ese espacio de "cuanto peor, mejor", detrás del cual pugna una miríada de candidatos de la derecha argentina.
Fustigó con una sospechosa vehemencia a un dirigente de la izquierda, acusándolo de no producir nada, de no generar empleo, de sólo dedicarse a reclamar planes.
Se hizo filmar al salir del estudio de televisión, donde protagonizó un papelón en los pasillos de un canal, yendo provocar a ese mismo dirigente, poniéndole "cara a cara" y con las manitos atrás, buscando decididamente que lo golpearan, mientras sabía que alguien registraba la pavorosa escena.
Tal vez habrá soñado con esa imagen, la de un "pituquito" siendo trompeado por un tosco piquetero, para ponerse en la situación de los que -como dicen los suyos- son "víctimas de este caos" y abanderados del "orden" tan necesario para que todos (todos ellos) prosperen.
Pero la piña nunca salió. No sabemos cómo hizo, pero el tipo al que provocaba sólo atinó a bajarle una andanada de acusaciones y verdades. Nada más. Nada menos.
Inocente visita
Acusado de explotador, de generar trabajo esclavo, de evadir impuestos, para desenmascarar sólo sería necesaria una inocente visita periodística al coqueto restaurante de este dirigente, en pleno corazón de Palermo. Inocente visita, pero de una abrumadora sencillez probatoria.
Consumir el plato más accesible y con la bebida más barata, y pagar una fortuna. Pedir la cuenta, y recibir un ticket trucho. Conversar con quienes trabajan ahí, y verificar con absoluta candidez que la mitad del sueldo es "en negro". Y que se compone sólo de propinas.
Lo hizo ADN, el programa de Tomás Méndez. Lo hizo Canal Extra. Y el muchachito no duró ni un round.
¿Simple? Simple.
Todavía no habían pasado 48 horas desde aquel chisporroteo televisivo y post-televisivo, y ese compadrito, el muchacho más famoso por su apellido de casado que por el propio, terminaba declinando su candidatura.
Ya no quería ser Jefe de Gobierno porteño.
Ya no proponía más demoler el edificio de Desarrollo Social, incluyendo la figura de Evita.
Ya no insultaba a sus enemigos, acusándolos de "no generar trabajo".
Ya no...
Se fue silbando bajito, recalculando, y pretendiendo explicar que, a sólo dos semanas de los comicios en los que iba a por el sillón que ocuparon De la Rúa, Macri y Larreta, ahora había cambiado de opinión, y decidió mejor apoyar al candidato de Patricia Bullrich.
Lógicamente, los suyos lo palmearon en la espalda. "Todo bien, loco..."
"Moritán renuncia porque lo pusimos en evidencia tal como es. Una persona que no tiene ninguna sensibilidad ante la crítica realidad social".
El que lo define no es otro que Alejandro Bodart, ese sencillo dirigente de la izquierda, el hombre que se tuvo que remorder para no partirle la jeta al compadrito que lo provocaba con las manitos atrás, como diciéndole "pegame y vas a ver "
Este muchacho, dice Bodart, "se proponía como modelo, mientras le paga miserias a sus trabajadores, evade impuestos y se muestra como un violento". Y la verdad, no sería fácil contradecirlo.
Como tampoco sería difícil, según dijo también Bodart, someter a un debate con las mismas características a tantos otros "chantas como éste, que también deberían dar un paso al costado".