A lo largo de la historia, hubo numerosos crímenes que respondieron a motivos personales dentro de las fuerzas de seguridad. El máximo jefe de la ESMA resolvió algunos problemas que lo afectaban con las mismas herramientas del terrorismo de Estado. Hoy, se siguen aplicando con una metodología basada en el poder y la impunidad.
Claudia Rafael - [email protected]
Un 28 de abril de hace 45 años, el empresario Fernando "Puchito" Branca salió de su casa para ir a navegar con el almirante Emilio Eduardo Massera. En el camino se lo devoró el aire. Y el agua. Con el tiempo se sabría, en verdad, que el máximo jefe de la ESMA por el que pasaron más de 5000 detenidos- dirimió con su desaparición un conflicto de sexo, venganza y millones de dólares. Es que Branca estaba casado con Martha Rodríguez Mc Cormack de Blaquier que, a su vez, era amante de "el Negro", como solían llamar los íntimos al represor. Massera se entremezcló en negociados con Branca (conocido a su vez como un hábil trepador) para quedarse con unos campos ubicados en Rauch y "Puchito" cometió el error de creer que podría embaucar con una jugada al amo y señor de vidas y territorios. No pudo contarlo. Un amigo suyo alguna vez reveló que "le metieron una capucha en la cabeza, le ataron los tobillos con alambre, le pusieron pesas de cemento, le tirotearon en la cabeza y lo arrojaron al agua". Y su cadáver, jamás fue hallado.
Cuando por estos días empiezan a asomar hipótesis más o menos viables que plantean que Daiana Soledad Abregú fue asesinada como consecuencia de una posible vendetta porque la joven habría tenido una historia amorosa con el novio/marido de una mujer policía, se entremezclan dos grandes teorías masseristas: por un lado, que es viable dirimir un conflicto/problema/historia personal con el uso de las herramientas y el poder del Estado. Y por otro, que hay que ampliar al máximo el número de posibles culpables.
"Si todos están involucrados, si todos tienen las manos manchadas de sangre, nadie puede hablar, nadie puede delatarnos". La frase tiene ya varias décadas y salió de boca de Emilio Eduardo Massera, el Almirante Cero. Aquel que operó en dictadura y que intentó perpetuarse como el gran demócrata ya arrancados los años 80. El mismo que entendió tempranamente que era necesario aplicar una suerte de doctrina "botín de guerra". Es decir, implementar todo aquello que sirviese a sus intereses personales: para resolver conflictos o para llenar las propias arcas. Y por más que hay que viajar en el tiempo para hallar la frase, tiene rotunda actualidad.
Hoy no se sabe aún con certeza qué rol ocupó cada uno de los cinco policías detenidos imputados por homicidio calificado de Daiana Abregú por su comisión con alevosía y por abusar de su función en su calidad de miembro de las fuerzas policiales. Pero hay un dato sustancial: hay quien o quienes la asesinaron, quienes ayudaron a dibujar la escena que les permitiera tratar de sustentar la tesitura del suicidio y quienes falsearon los libros de guardia consignando hechos que, en verdad, jamás ocurrieron. Claramente, del testimonio de Juliana Zelaya surge que habría falseado la información por orden de su superiora y segunda jefa al mando, la subcomisaria Karina Couchez.
La descripción de la jueza de Garantías Fabiana San Román va en ese rumbo. Y plantea que Daiana, ya dentro de la comisaría, "se mantuvo ininterrumpidamente bajo custodia de funcionarios estatales hasta su deceso, donde no sólo se atentó y omitió preservar su integridad física; sino que, en un plan conjunto y deliberado en aras de procurar su impunidad, se pretendió instalar una coartada suicida que se viera desmoronada con las resultas del segundo informe autopsíaco". Y no es un dato menor que todo ocurrió un domingo. Se lee en su resolución que se trata de un día "con nula afluencia de personas ajenas a la dependencia policial que se ubica en una pequeña localidad de menos de 10.000 habitantes en la provincia de Buenos Aires, lo que resulta favorecedor de un actuar deliberado para ocultar, modificar y alterar la escena del crimen, con una hipótesis de suicidio que, ha quedado 'prima facie' demostrado, resultó falsa".
Abanico de razones
Tras la recuperación de la democracia, las fuerzas de seguridad perpetuaron ciertas prácticas contrapuestas con un sistema de derecho. Dan cuenta los archivos elaborados por la Correpi (Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional) que contabilizaron desde 1983 y hasta diciembre de 2021 un total de 8172 personas asesinadas por fuerzas de seguridad. Con particular preminencia de muertes en lugares de encierro. Entre todas esas muertes se cuenta, con enormes similitudes con la historia de Daiana, la de Florencia Magalí Morales, en San Luis. Fue en abril de 2020: la llevaron a la comisaría cuando iba a comprar alimentos en plena pandemia. El argumento para su detención fue que circulaba en bicicleta en contramano (versión desmentida luego por las cámaras de seguridad) y por la terminación de su DNI no le correspondía circular en esos días. La primera autopsia coincidió con la tesitura policial de que la mujer se había suicidado, ahorcándose con el cordón de su campera. La segunda autopsia igual que en el caso de Laprida- echó por tierra aquella otra versión.
La policía bonaerense es según el informe anual de la Correpi- responsable de más de la mitad de las muertes en manos del Estado registradas en todo el país. El gran tema radica en el abanico de razones que circundan a esas muertes. Un altísimo número se ubica en los casos definidos como gatillo fácil. Pero hay repetidas historias en las que se juega la resolución de conflictos interpersonales para esa práctica como parecería ser la historia que derivó en el crimen de Daiana Abregú.
La impunidad suele ser un elemento clave para quien comete un delito desde el interior de las fuerzas de seguridad. Hombres como Emilio Eduardo Massera ordenaron cometer crímenes que se inscribían en el mundo de lo privado. Y no sólo se trata del de Puchito Branca. El secuestro y asesinato de Elena Holmberg para silenciarla ante secretos que le resultaban inconvenientes es parte de ese universo. La mujer era ideológicamente afín a la dictadura y de hecho, fue puesta al frente del Centro Piloto de París, destinado a infiltrarse entre los exiliados y para tratar de lavar la cara a la Argentina de aquellos años ante el mundo europeo. Pero tanto ella como otros secuestrados cuyo gran pecado consistía en saber demasiado sobre el Almirante Cero debían ser quitados del medio. Y qué mejor método que el mismo que se implementó para hacer desaparecer a 30.000 personas.
Quienes en la actualidad, desde las fuerzas de seguridad, buscan resolver sus disputas personales con las herramientas del Estado tratan de ampararse también en esa impunidad de la que hacía gala Massera aunque no tengan la magnitud del poderío del jefe del mayor centro clandestino del país.
Cuando se topan con organismos que ya están entrenados en esas lides o con familias que no aceptan las teorías que les suelen dibujar emergen ciertas verdades incómodas. Así fue en infinitas historias como las de Luciano Arruga (desaparecido por policías de La Matanza en 2009 tras negarse a robar para ellos); de Facundo Astudillo Castro (el joven cuyo cuerpo sin vida apareció en las cercanías de Bahía Blanca, luego de haber sido demorado por policías bonaerenses el 30 de abril de 2020 y haber estado desaparecido 107 días); de Natalia Melmann (violada y asesinada a los 15 años, en Miramar, por un grupo de policías).
Esta vez, en la historia de Daiana Abregú, con cinco policías detenidos y un entramado que promete profundizarse, no se vio al siempre protagónico ministro de Seguridad, Sergio Berni, condolerse ante la familia de la joven. Se ordenó desde su ministerio intervenir la comisaría de Laprida, se anunció que se podría denunciar penalmente a los profesionales que realizaron la primera autopsia. Aunque no se pronunció ni una sola palabra sobre el hecho de que la defensa de algunos de los policías imputados por homicidio sean representados por abogados del Ministerio de Seguridad de la provincia.
Seguramente, la tesitura terminará apuntando a la responsabilidad individual de los policías imputados sin que nada roce a la fuerza de seguridad que los formó y a la que pertenecen.