De la tierra usurpada a la tortura y humillación de los conscriptos

Javier "Pocho" Ponce es el símbolo. El muchacho moreno y de barrio que en los 90 salía, con dos o tres compañeros, a hablar de su suplicio. Murió en 2003 como consecuencia de esa guerra. Cuatro años después comenzaron a iniciarse las causas por las torturas a los soldados en Malvinas. Los estaqueamientos –crucifixiones-, la muerte por hambre, el horror dentro del horror. Muchos tardaron veinte años en comenzar a hablar. La Corte tiene en sus manos la decisión de que la justicia pueda acercarse a ellos. O de la impunidad final.

En medio del frío polar.

El día de la capitulación de los generales en Malvinas.

“Pocho” Ponce. Alto, delgado, con la bandera de los Ex Combatientes en un acto en Plaza Aguado.

Un soldado estaqueado por robar comida. Una crucifixión como castigo.

Silvana Melo - smelo@elpopular.com.ar

Cuando Javier Ponce no pudo sostener más una vida que le pesaba en el corazón y en las piernas, faltaban cuatro años para que asomaran las primeras denuncias por torturas y malos tratos a conscriptos durante la guerra de Malvinas. Veinte años de silencio por no poder decir lo que pasó. Por no poder pronunciar tanta tragedia. Porque el poder había sido una aplanadora. Y el desprecio y el olvido también. En 2007 se abrió la primera causa, en Río Grande. La jueza voló hasta Corrientes para hablar con las víctimas, veteranos de 45 años que ya lo eran a los veinte después de los 74 días que los envejecieron de prepo. "Pocho" Ponce hablaba con este diario allá por la prehistoria, a fines de los 90, cuando pocos podían hablar de las virtuales crucifixiones como castigo, de la escasez de alimento, de la apariencia concentracionaria que tuvieron al mes no más de estadía en las islas.

Desnutridos y desvalidos, puestos a batallar contra profesionales con apenas una semana de instrucción

Javier Ponce es un símbolo, el único de los veteranos que habló de los castigos atroces a los hambreados que buscaban comida. Con enfermedades de la guerra que terminarían con su vida a veinte años de esa tragedia que lo sacó del barrio para hacerlo infantería del mayor y más sangriento absurdo de esta historia reciente.

A quince años del inicio de la causa, Ponce está muerto desde hace casi veinte. Su recuerdo apenas aparece en una plazoleta con su nombre en barrio Independencia. Y en la memoria de los pioneros, aquellos que salieron a la luz en su desvalimiento, por los oscuros noventas, para exorcizar tanto olvido y tanta soledad: Ricardo Moreno, Sergio Violante, Marcelo Dentaro, José Mayi y algún otro más. A algunos les llevó veinte años hablar y empezar a desactivar la mina interna que explotaría con cualquier roce. Otros no hablaron nunca. Hay experiencias terribles que quienes terminaron en el infierno a partir del servicio militar prefieren no contar. Al menos públicamente.

Torturas y muertes

Hoy la causa judicial por torturas tiene más de 170 declaraciones de víctimas y 130 militares imputados: 3 de ellos procesados y otros 20 con llamado a indagatoria. Y es la Corte la que debe resolver si los hechos denunciados son delitos de lesa humanidad. Calificación que los convierte en imprescriptibles. Porque claramente siguen sucediendo día tras día en los cuerpos y en las almas de las víctimas, en cada suicidio, en cada terror nocturno. Porque son parte del genocidio delineado por una dictadura que probó la sangre, se cebó y no dejó de consumirla nunca. 

Seiscientos cuarenta y nueve murieron en las islas. Un centenar desaparecidos, sepultados en tierra lejana, sin rostro ni identidad, huesos anónimos sin casco ni uniforme raído. Que fueron encontrados por un inglés que buscaba a los suyos. Cuenta Leila Guerriero en el diario español El País que Geoffrey Cardozo fue enviado por Gran Bretaña a buscar a los muertos. Y se encontró con decenas de argentinos insepultos. Se ocupó de ellos, trató de identificarlos, los enterró e informó a su gobierno. Que a la vez mandó el informe a la Cruz Roja. Que lo reenvió a la Argentina. Los dictadores no lo leyeron nunca.

Más de seiscientos se suicidaron después. Enfermos, consumiendo lo que pudiera tapar lo vivido, aterrados por lo que vendría. Definitiva y violentamente separados de lo que fue su mundo. 

Dos mil quinientos murieron en estos años por enfermedades de la guerra. Sin abrigo del estado, que se extrañó de ellos y miró para donde no estaban. En la dictadura y después también. Los que no, apenas pudieron integrarse a la vida de regreso. Empujados por sus torturadores a la entrada por la puerta de servicio. Para que nadie viera llegar a los perdedores. Porque los dictadores quisieron ser eternos y ellos, los pibes del Chaco, los de Corrientes, los de la desigual Buenos Aires, les perdieron la guerra.

Las heroicidades

Cuarenta años después, la Corte estira elásticamente los tiempos de la justicia. Para que los crímenes prescriban y las víctimas no puedan quitarse de la espalda ni siquiera una de las tantas mochilas que la historia les cargó. Aunque muchos no se permitieron sentirse víctimas y prefirieron percibirse héroes. Algún sentido debía tener la vida. 

Lo que no significa que ellos, todos, no hayan tenido actitudes heroicas, que no se hayan jugado la vida por el otro, que no hayan sentido durante un minuto esa tierra helada como propia y puesto el pecho sin pensar en la muerte. 

La heroicidad impuesta, el bronce que la sociedad elige para nombrarlos, el procerato que deshumaniza, acaso no sea otra cosa que la necesidad social de tapar sus propias culpas. Las del olvido, las de esquivarlos durante años, cruzar de vereda, negarles trabajo. 

Esa heroicidad es también una obligación de la masculinidad. Una fortaleza, una invulnerabilidad que ningún mortal que vivió lo que ellos vivieron puede sostener. En ese marco, gran parte optó por imbuirse del espíritu militar, a pesar de haber sufrido la humillación por parte de sus superiores. O, justamente, por eso. Porque se les inculcó que esa dureza y esa perversidad les daba chapa de reciedumbre. Como los bailes de la vieja colimba, cuando lo que se sufría del superior volvía después al de abajo. Como una oscura regla del autoritarismo.

Las crucifixiones de Pocho

Las denuncias hablan, por ejemplo, de estaqueamiento por horas, sin abrigo ni calzado en medio de un frío polar. Es lo que sufrió Javier Ponce, muerto a los tempranos 40 años, destruido por esos 74 días en Malvinas. Con parte de sus piernas inutilizadas por el congelamiento. Con el hígado destruido por el alcohol. Y con el alma emparchada, sin reparación posible.

Había logrado jubilarse por incapacidad, luego de trabajar en fábrica 18 años.

"Tengo problemas en los pies, por haber sufrido congelamiento; el síndrome de posguerra traumático de segundo grado y problemas de hígado", relataba a esta periodista en 2001

Fue estaqueado tres veces. "Lo que más aguanté fueron ocho horas con 22 grados bajo cero. Me sacaron congelado. Me sacaban la ropa y me dejaban ahí. La primera vez fue por buscar comida en el pueblo y me agarraron fuera de la cueva. La segunda fue por dormirme. Hacía tres días que no dormíamos y a la mayoría nos venció el sueño. Al otro día nos castigaron con calabozo de campaña, como lo llamaban. La tercera vez estaba estaqueado cuando empezó un bombardeo. Estaba entre dos tanques de combustible y estuve así hasta que pasó el alerta rojo". No hubo justicia que lo aliviara.

"Nos enteramos de que un compañero no había despertado esa mañana, que lo encontraron muerto en su pozo. Muerto de hambre y de frío. Y no pasó demasiado sin que nos enterásemos que cuatro hambreados compañeros más, al ir a robar comida a la estancia Murrell, habían sucumbido a orillas del río cuando intentaban cruzarlo para regresar. Al apoyar el bote en la costa tocaron una mina antipersonal argentina y volaron despedazados". El relato es de Miguel Savage, ex combatiente, en su libro "Malvinas, viaje al pasado".

Las denuncias desnudan enterramientos de pie hasta el cuello en pozos que las mismas víctimas debían cavar, sumersión en agua helada completamente desnudos, golpizas, picanas y una planificada reticencia a proveer alimentos para la subsistencia. 

Los militares que estuvieron al mando de tropas sin preparación, que supieron que iban a Malvinas cinco minutos antes de la partida, eran los mismos que, apenas meses antes, torturaban y desaparecían. Cebados por el sufrimiento humano, utilizaron los mismos métodos para martirizar a chicos que ni siquiera cumplían los veinte años. Por pura crueldad, no más. Sin los argumentos con que exterminaron a la militancia política. 

Hay denuncias de muertos por hambre. De asesinados por sus propios superiores

Y es la Corte la que estira y estira, en años que ya son cuarenta, que la justicia pueda llegar. Una justicia que no cura los huesos ni cierra las heridas. Pero calma un poco los ruidos del alma. Una justicia que Javier "Pocho" Ponce, el crucificado nuestro, se merecía. Pero no llegó. No pudo verla. Como tantos otros muertos de esta posguerra eterna.

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